Desde hace mucho tiempo en que el ser humano comenzó a navegar, buscó la protección contra las fuerzas naturales o sobrenaturales que amenazaban sus travesías marinas, y para ello buscó armar sus naves con amuletos o imágenes de sus dioses o pintó ojos en su proa para que iluminaran su camino, talló dragones para intimidar a posibles agresores o implantó el crucifijo de algún santo preferido para su protección en el desafio de los viajes, observando el horizonte marino desde la proa debajo del palo bauprès.
Así también fue la evolución de los diseños en el barco a vela de nivel más bajos de cubierta con finas y más agudas proas que adornaban con distintas figuras, talladas en madera para determinar la identidad de cada barco, que surgió en los pueblos costeros de los pescadores y mercaderes con los motivos propios a su medio, doncellas y mujeres que vivieron en pueblos ataviadas con sus propias ropas de trabajo, eran reproducidas.
La Boca fue un primitivo puerto de Buenos Aires poblado de inmigrantes genoveses, de la Liguria o la costa dálmata.
Portadores de sus antiguas tradiciones culturales reprodujeron su modo de vida con oficios marineros y de construcción naval en los talleres de La Vuelta de Rocha de balandras, pailebots, goletas y pequeñas enbarcaciones que usaban en el Riachuelo.
Así consiguieron adornar sus proa con mascarones tallados en madera de quebracho por Francisco Parodi y sus discípulos y subsistieron hasta fines del siglo XIX cuándo se multiplicaron los barcos a vapor con casco de hierro y acero.
En 1935 los vecinos de La Boca sabían que Quinquela Martín conocido del barrio xeneise tenía interés por dichas obras de arte y se dedicó a recuperarlas de los viejos armadores, dueños de los buques, los carpinteros y hasta un buzo en el rio se dedicaron a rescatar del olvido ésas esculturas hundidas, para transmitir a las futuras generaciones el legado dejado por aquellos hombres y mujeres que llegaron de lejanas tierras, que contribuyeron con sus costumbres, su trabajo y sus sueños a formar nuestra cultura popular original inmigratoria.
No obstante los mascarones tuvieron un triste destino final cuándo el capitán o dueño del barco se desvinculaba al perder su valor, eran abandonados y terminaban arrojados en la fogatas de San Juan que ardían chisporroteando intensamente como atractivo en la noche, y los pocos que sobrevivieron eran buscados como piezas únicas de colección. Así en la década del 30 Quinquela consiguió reunir más de 20 mascarones por donación y en 1936 se formalizó una colección que ingresó en el inventario del Museo y que hoy se exponen.
Los mascarones tuvieron representaciones variadas sean dioses, ángeles, conquistadores o amas de casa para desafiar los infortunios marinos de la navegación como imágenes mitológicas de la belleza como «Venus», o algunas naves que llegaron del exterior como el vapor «Dios Eolo» como Dios de los vientos que naufragó en el Paraná Guazú y su gemelo «Venus» ambos construidos en Escocia.
«La República» fue representada por una figura de mujer con gorro frigio y una vestimenta etérea que simulaba moverse con el viento ó Angélica Esposa que sostenía una flor en el pecho.
También de la Balandra «Doña maría» era probable aquella vecina que enamoró algún marino.
Las siguientes figuras de mascarones pertenecieron a los distintos buques que las utilizaron y son en la conquista los mascarones que se construían en madera más dura para su mayor resistencia, y representar un objeto tridimensional para distinguir un gran porte entre la materia y la acción del hombre.
En su época de auge, los mascarones tenían colores vivos saturados y representaban la imaginería popular de la época, con una pintura que resistía al desgaste marino como la del «Conquistador».
Pero fue «La fama italiana» representada en una mujer altiva con vestimenta guerrera de casco con penacho, capa, espada y sandalias aluden a la tradición romana, la alegoría recurre a la representación mitológica de Minerva que fue el afecto del marino como el ícono que lo identificó con la guardia y su fortuna.
El escultor Roberto Capurro que tenía su pailebot » La fama italiana» talló un mascarón que no quiso desprenderse hasta su muerte, y al vender el barco lo colocó en su entrada del comercio que tenía en La Boca, y cuentan que poco antes de morir lo llevó a su dormitorio dejando expresas indicaciones en donación para que se lo dejaran a Quinquela Martín como recuerdo.
Y están todos allí al encontrarse reunidos en una sala azul-celeste de paredes lisas donde se miran entre sí y se ignoran entre ellos. Y hoy en su 125º aniversario del nacimiento de Quinquela Martin quién fuera su mentor coleccionista tiene también una escultura que lo distingue.
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